Artículo en Nueva Tribuna de Eduardo Mangada (
Hace más de siete años que un grupo de jóvenes ocupó unas naves ruinosas y abandonadas (una antigua estación de autobuses en la calle Batalla de Belchite) en la que se alojaron bajo el nombre de CSO La Traba (Centro Social Ocupado) para desarrollar en ellas, de forma autogestionada, una serie de actividades deportivas, lúdicas, docentes, etc. una vez limpias de porquería y jeringuillas, asumiendo al mismo tiempo la tarea de una restauración suficiente para que unos edificios sucios y deteriorados adquiriesen el nivel de un espacio digno, un espacio común, aglutinador y generador de una vida colectiva en el barrio. Los mismos integrantes se impusieron una disciplina de uso para no perturbar la vida de los vecinos y, salvo casos muy singulares, no ha habido quejas por parte de estos y sí, por el contrario, un mutuo reconocimiento, una forma de comunidad más sensible a la cultura, al deporte, al arte, es decir, una comunidad más rica y diversa, más democrática.
El 20 de agosto de 2014 La Traba fue desalojada coercitivamente por la policía con una orden judicial a instancias de la propiedad con el amparo del gobierno municipal, ante la presencia de ciudadanos de la Arganzuela como protesta pacífica ante este lanzamiento, manifestando su apoyo a los integrantes y las actividades de La Traba.
Más allá de este caso particular, conviene reflexionar sobre la capacidad de los ciudadanos para autogestionar unos vacíos, solares o edificios vacantes, sean públicos o privados, en los que desarrollar actividades docentes, lúdicas, deportivas y múltiples actos de convivencia, debate y participación en asuntos que atañen a la vida de la ciudad, sustituyendo la parálisis o, peor aún, la indiferencia de los poderes públicos ante las demandas legítimas de los ciudadanos, de los vecinos de cada barrio, que reclaman unos servicios sociales de diverso carácter que enriquezcan a la ciudadanía, es decir, a la ciudad.
Existen en Madrid y en muchas otras ciudades experiencias de iniciativas ciudadanas autogestionadas de forma rigurosa y solvente, capaces de dar respuesta a los anhelos y necesidades de múltiples actividades colectivas. Solo en esta ciudad hay censados más de cincuenta colectivos enraizados en la sociedad madrileña (El campo de Cebada, Patio Maravillas, La Morada, Tabacalera…) que han demostrado la rica variedad de iniciativas que los ciudadanos pueden desarrollar con escaso o nulo apoyo de los poderes públicos. Espacios y actividades que vienen a ampliar y diversificar los equipamientos y servicios sociales reglados. La proximidad y sensibilidad de estos okupas ha permitido descubrir y hacer visibles las demandas, deseos y anhelos de los vecinos y darles una plataforma para hacer oír su voz. En todos los casos conocidos estos nuevos focos de actividad colectiva han venido a revitalizar las zonas de la ciudad en que se asentaban, aumentando la capacidad de participación democrática de los ciudadanos.
No trato de justificar y legitimar la ocupación indiscriminada de edificios, solares o plazas por grupos más o menos espontáneos o pasajeros que no sustenten un programa de actividades capaces de aglutinar en torno a ellos a los ciudadanos de un barrio o de toda una ciudad. Pero sí entiendo y defiendo aquellas iniciativas, okupas incluidos, capaces de generar puntos de encuentro de convivencia, debate, protesta, fiesta o aprendizaje, de potenciación de una vida democrática real, de un enriquecimiento comunitario. Y me atrevo a exigir a los poderes públicos su apoyo, su complicidad con estos colectivos. No solo tolerancia más o menos disimulada, quebrada en muchos casos por desalojos violentos cuando los intereses privados o institucionales así lo imponen.
Hay edificios y espacios vacantes y degradados, públicos y privados, en espera de transformarse en materia del negocio inmobiliario patrocinado por la propia administración, que podrían dar cobijo con mayor o menor permanencia temporal a estas demandas ciudadanas.
En estos días he sido testigo del proceso de reflexión colectiva de las asociaciones vecinales de Arganzuela, incluida La Traba, para concretar un programa de actividades y unas formas de autoorganización eficaz y controlada que responda a las necesidades y a los servicios de todo tipo demandados por los ciudadanos de este distrito. Construcción de un proyecto, de un discurso vecinal seriamente articulado y participado con el que justificar la solicitud ante el ayuntamiento de un espacio dentro del hoy vacante y sin destino definido mercado de frutas y verduras de Legazpi. Un edificio público cuyo futuro no debe ser su venta a los promotores inmobiliarios, al mejor postor, sin antes valorar su potencial capacidad para convertirse, en parte, en un equipamiento que venga a suplir el déficit, en número y calidad, en el distrito de Arganzuela detectado y denunciado en el propio Avance de la Revisión del Plan General de 1997.
Que los poderes públicos, nuestro ayuntamiento a la cabeza, apliquen su oído al pecho de los ciudadanos para tomar conciencia de que, como canta Nacho Vegas, “Suena en cada cabeza un hermoso runrún: Nos quieren en soledad, nos tendrán en común”.
Ver el artículo en Nueva Tribuna